Hay quienes se hacen en la montaña. Desde los siete años, cuando comenzó a escalar, Juanito Oiarzabal es uno de ellos. A sus 62, continúa haciéndolo. Sus 47 expediciones a los Himalaya y 26 recorridos a las cumbres más altas del mundo, lo han ido convirtiendo en una leyenda del alpinismo.
—¿Por qué subir la montaña?—
—Porque sí. Porque crecí con ella. Porque es mi vida—.
Contesta una voz ronca que se acentúa cada que una ‘ese’ aparece en el camino. No necesita pensar mucho las preguntas; ya se ha ido acostumbrando a ellas. Pareciera que tiene un guion para responderlas. Él es Juanito Oiarzabal, oriundo de Vitoria, en el País Vasco. Hijo de panaderos y pescadores, electricista y también montañista. Un personaje que habla rápido y seguro.
Tan rápido como resumir su vida en números, distancias y logros. Sin ir más lejos, es el hombre que más “ocho miles” —así se le llama en su ámbito a las 14 montañas superiores a 8 mil metros sobre el nivel del mar— ha subido en el mundo. En total, lo ha hecho 26 veces. Dice que le faltan cuatro para terminar su objetivo: el Dhaulagiri, el Shisha Pangma, el Broad Peak y el Nanga Parbat. Todos en Asia.
Pero a quien no se le hace tan rápido y tan fácil es a su madre, María Luisa. Ella, devota, va a la iglesia cada domingo y reza a diario velando por él, pidiendo que todo salga bien en la subida y en la bajada.
—Mi madre algo tiene que ver con que yo, después de tanto, me mantenga vivo. Está claro que este es un oficio de peligro—.
Así, con una buena dosis de escepticismo es que sube la montaña, trazando en cada paso su objetivo. Se prepara durante 30 o 45 días antes de ascender. Reconoce el terreno y lo estudia. A veces, cuando el aire no está tan condensado como para convertirse en nube, la cumbre se vislumbra.
Su relación con la montaña es tan natural como las canas que decoloraron su barba por la edad.
—Allí se le ve muy feliz, muy abierto. Lo disfruta. Cuando sube, cambia, como todos los que practicamos este deporte. Abajo, en tierra plana, es de carácter protestón. De eso nos reímos — cuenta Javier Antúnez, amigo suyo.
En todas sus expediciones siempre hay cuatro campamentos. Durante sus travesías, que por lo general son en Asia, va a cada uno para entender de qué manera se comportarán el sol, el viento y las nubes. Cuando ha estudiado la meteorología, sigue la medicina. Chequea que todo ande bien con sus pulmones —que ya sufrieron una embolia—, revisa su circulación —que en 2004 le jugó una mala pasada y perdió todos los dedos de sus pies, porque su sangre espesa por la altura no alcanzó a llegar hasta ellos—. Se asegura, minuciosamente, de que no haya nada mal. Cuando llega al campamento cuatro, se mentaliza para lograr la cumbre, cualquiera que sea, y toma fuerzas para subir.
Calcula sus posibilidades y continúa. —Siempre son horas de tensión mientras va desde el último campamento hasta la cima. Yo sé cuándo me tengo que preocupar. Sin embargo, lo llevo muy bien, no soy dramática, ¡eh! —dice Araceli, su esposa, que también fue montañista.
La cumbre, la mitad del camino
Llegar a la cumbre no es el final, como muchos piensan.
—El Cho Oyu, en Asia, fue mi primer ocho mil. No puedo explicar bien lo que sentí allá arriba. Fue sublime. Casi no lo creo— su voz no se entrecorta y se llena de ilusión. Insiste en que nunca, en ningún lugar, ha vuelto a sentir lo mismo. Ni siquiera en 1999 cuando terminó su primera ronda de los catorce “ocho miles”, coronando el Annapurna, en los Himalaya.

En esa primavera se convirtió en el sexto hombre del mundo en subir las 14 montañas más altas y el tercero en hacerlo sin oxígeno. Pocos meses después, en otoño, fue padre por primera vez: en septiembre nació Mikel, su hijo mayor, quien le sigue los pasos.
Dentro de las cumbres que más recuerda Juanito está el Makalu, en Nepal. A 8.462 metros de altitud, recorriendo sus senderos, encontró en los sherpas una cultura fascinante y también su segundo hogar. El vasco dice que esa es su montaña. Hace 12 años lo es aún más. Él y Araceli decidieron adoptar a Sanguita, una sherpa con un año de edad que hoy, a sus trece, vive con ellos en Vitoria. Su nombre significa música y aunque es ‘hija de la montaña’ no la recorre con tanto gusto como su padre. A lo mejor es muy joven para entenderlo.
Ahora, cuando Juanito llega a la cima solo quiere sacarse la foto que prueba que estuvo allí y bajar. Mientras más rápido, mejor. No como antes, que el regocijo lo hacía quedarse más tiempo arriba. Es que cuando se han recorrido tantas veces los mismos caminos y no queda más por descubrir, el asombro y la ansiedad se van perdiendo de a poco.
Después de la cumbre, comienza una segunda etapa: el descenso.
Hacia el final
En el descenso es donde ocurre el 70 por ciento de los accidentes, casi siempre mortales. La expedición termina cuando se llega al campamento base. Ahí es cuando realmente se ha hecho cumbre.
—Juanito tiene mucho callo. Es un tío que sabe estar. Convivir tanto tiempo en la montaña le enseñó a sortear la vida allá arriba dice Antúnez.
Pero por más experiencia en su currículum y, sobre todo, en la destreza con la que asciende con su equipaje a cuestas por el filo de las montañas, nunca se está lo suficientemente preparado para afrontar la muerte. Juanito ha sido testigo de ella ocho veces en expedición. Cada una ha sido diferente. Habla con poco detalle de la de uno de sus grandes amigos, Antonio Miranda, quien bajando del Everest junto a él, tropezó, cayó por la pared del Lhotse —la cuarta montaña más alta de la tierra, vecina del Everest— y perdió la vida.

—El problema no es para el que muere, sino para el que se queda, porque es el que termina mal —afirma Oiarzabal.
Por circunstancias que no sabe bien cómo funcionan, este fue un episodio que no terminó ahí. A Araceli, la esposa de ese amigo que perdió la vida, también la conoció en la montaña. Después de su muerte y tras llevar el duelo juntos, ella y él se unieron. Hoy llevan 20 años de matrimonio y dos hijos.
—Es un tipo duro y valiente como pocos. Es un alpinista clásico, un hombre de otros tiempos que representa lo mejor de esos valores. Un superviviente — cuenta Sebastián Álvaro, director de Al filo de lo imposible, programa de Radio Televisión Española (RTVE).
Amigo de sus amigos
Juanito tiene amigos en diferentes escenarios. Por ejemplo, con los que, desde hace 20 años, sube el monte San Lorenzo, en Vitoria, para luego bajar a cenar con las familias y celebrar Nochebuena. También están con los que juega una partida de mus, una de tute y otra de mus para desempatar, en el bar de siempre, en Ariznavarra. O con los que ve un partido del Athletic de Bilbao, su equipo de fútbol favorito. Pero todos, alpinistas o no, coinciden en una cosa: hablan de lo cercano y fiel que es con ellos.
—A pesar de que es un poco cascarrabias, dentro del buen sentido de la palabra, es muy buen amigo, tiene muy buen humor. Sabe reírse de sí mismo —señala Aitor las Hayas, amigo y montañista.
Juanito, en definitiva, es un referente. En casa sus hijos lo piensan cada que se va y celebran su vitalidad. En las calles de Vitoria, sus amigos aprecian su existencia, su malhumor instantáneo y sus historias que se van convirtiendo en leyenda. En la montaña, es un maestro.
A sus 62 años disfruta el alpinismo. A los 80, espera continuar. A los 90, dice, no se piensa dar por vencido.