Tres diseñadores latinoamericanos imbuidos en la escena contemporánea del diseño en Milán, proponen un look que se ajuste a la agitada y diversa escena de esta capital de la alta costura.
Era sabido entre los editores de moda que viajaban cada temporada al Milan Fashion Week que podían dormir un poco más tarde de lo acostumbrado y saltarse las primeras pasarelas dedicadas, la mayoría de las veces, a los debutantes: esos jóvenes no tenían mucho espacio para perdurar y abrirse un camino entre gigantes como Gucci, Versace, Prada, Armani, Missoni y Dolce & Gabbana. Posiblemente no volverían a saber de ellos la próxima temporada.
Esa falta de aire fresco que empezó a otorgarle a Milán en el mundo de la moda una reputación de predecible. Desde hace unos cinco años, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar.
Aparecieron creadores como Alessandro Michele, que se convirtió en el director creativo de Gucci, en 2015, y que, en cuestión de tres años, como lo dijo el periodista del New York Times, Frank Bruni, “cambió completamente el curso de la industria de la moda, alterando la manera en que, no solo Italia, sino el mundo entero, veía los valores estéticos, el género y la identidad”.

De la mano de esa sensibilidad que empezó a vender Gucci —hecha ropa excéntrica, ecléctica e inclusiva— las redes sociales empezaron a enaltecer a personajes anónimos que, creados por fuera del sistema tradicional de la moda, también podían brillar.
Fue en Milán en donde el mundo vio crecer y consolidarse a una de las primeras instagrammers que le dio forma a lo que hoy parece un trabajo que seduce a millones de jóvenes. Chiara Ferragni lograba, al igual que Alessandro Michelle, que Italia otra vez estuviera de vuelta al centro de la conversación. Sin ser modelo ni diseñadora, se convertía en portada de la revista Vogue sencillamente por tomarse fotos de cómo se veía con su ropa caminando por Milán.
“La necesidad de un cambio generacional era esencial, pero nosotros en Italia siempre estábamos tentados a ignorarlo y a ser un poco institucionales”, le confesó el propio Giorgio Armani a la revista especializada en moda y economía Bussines of Fashion.

“La moda que se vive hoy en las calles de Milán es un boccato di cardinale. Está llena de carácter y retazos, producto de la confluencia entre una rica cultura pop muy propia de los italianos que nació en los años 70 y se desarrolló hasta los 90, de la plataforma para el lujo que se dio durante el milagro económico nacional de los años 60 y del gran equipaje cultural de la península italiana”, dice Nicolás Giraldo Bolívar, un estudiante del Istituto Marangoni de Milán que, alentado por este renacer de la moda, viajó a esta ciudad para darle forma a sus sueños de ser diseñador.
La transformación en la moda no ha venido aislada de otros cambios. Basta ver que las esquinas de la ciudad ya no solo están llenas de trattorias sino de cafés que son capaces de servir la más exquisita tradición italiana en una versión para llevar. O ver la emergencia de pequeñas boutiques que, alejadas de las grandes calles como Via Montenapoleone, buscan apartamentos escondidos para mostrar sus diseños como lo han hecho marcas hoy reconocidas y celebradas como Attico y el atelier contemporáneo de Marta Ferri.
“Si tuviera que diseñar unos zapatos que encarnaran la Milán en la que vivo, serían sin duda unas western boots o botas tejanas grises, con bordados inspirados en el estilo gótico del Duomo di Milano, con flores al estilo liberty, emblemas de ese art nouveau que se respira en toda la arquitectura milanesa. Serían unas botas texanas y no unos stilettos porque para mí Milán ha sido inesperado, joven, caminable, a la vez que ha sido el descubrimiento del arte de saber hacer cosas extraordinarias con las manos”, confiesa la diseñadora de zapatos Susana Madrid, quien viajó a Milán a estudiar y, lejos de los pronósticos que le hicieron, se encontró con una ciudad que le abrió las puertas a su marca de calzado.

“Si tuviera que hacer un diseño para vestir a Milán mi modelo sería andrógino, mitad mujer y mitad hombre, lleno de manchas por esa mezcla de culturas que se respira en sus calles, tendría muchas capas”, asegura Daniel Solarte, diseñador que tiene su propia marca de camisetas, Andro. “Siempre me advirtieron de la formalidad y el conservadurismo milanés, pero yo he encontrado una gran diversidad. Tengo el pelo azul, me visto de colores, mis abrigos son llenos de texturas. En Milán encontré un lugar para ser más quien soy”.
Lo paradójico de todo este renacer de un espíritu joven milanés, en donde hoy quizás haya incluso más espacio para tener una marca que en ciudades como Londres, es que buena parte del talento que se cuece en las calles está relacionado con la capacidad de darle vida a los clásicos de la forma más excelsa y de conocer la tradición para, desde sus entrañas, transgredirla.
“La moda en Milán es mágica porque está en constante evolución, pero nunca cambia”, confiesa Nicolás Bolívar que, mientras aprende en el Marangoni los pormenores del trabajo, todos los sábados se escapa a Plastic, la discoteca que es el equivalente milanés a lo que fue Studio 54, en Nueva York o Le Palace de París y que, aún abierta, se convierte para él en el aire fresco, en la mejor inspiración para sus diseños y en el epítome de una ciudad que vibra con las trasgresiones de lo joven.