Donde nació hace 120 años, donde murió fusilado, donde su obra pasó de la carne a la imaginación, de los espacios a los versos… Eso son Granada, en España, y Federico García Lorca, un matrimonio de pasión donde hoy se siguen sus pasos.
Entramos temprano en Alfacar, un pueblo de la comarca de la Vega, en Granada, enlazado entre pinos y encinas, y preguntamos por él. Por Federico. Las calles nos guían hacia arriba, lejos del ruido de los obradores de pan. Al final de la última casa, sobre la falda de la sierra de la Alfaguara lo encontramos.
“A la memoria de Federico García Lorca y de todas las víctimas de la Guerra Civil”, dice un grabado junto a la puerta. Hemos llegado al parque. Su parque.
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No existe forma de pasar por Granada sin pensar en Lorca ni manera de leer a Federico sin imaginar su tierra natal. Ambos, la obra y la vida, el autor y sus raíces, conviven inevitablemente ligados por el amor y la tragedia. Granada es el contexto que arroja luz a los versos, los lugares por donde caminaron Yerma y Bernarda Alba antes de cobrar vida en el papel.
Hoy uno puede leer estas calles, como el que pasea por las páginas de sus obras. Sin prisa, deteniéndose a admirar los campanarios de las antiguas mezquitas, las cuestas estrechas del Albaicín, la elegancia de los chopos que acompañaron su niñez. Un recorrido de los días de luz a los de sombra que arranca en un pueblo, Fuente Vaqueros, donde el poeta nació hace 120 años, junto al paseo principal, entre una hilera de fachadas blancas.
La casa natal, según cuentan, todavía conserva la misma disposición de entonces: a la derecha, el comedor y la sala de estar. A la izquierda, los dormitorios. Al fondo, la cocina y el patio cubierto de geranios y enredaderas. Muchos de los muebles son originales. La vajilla, los retratos de pared, las cortinas, la cuna de Federico.
“Lo que más influyó en su obra fue aquella infancia —explica Amelina Correa, catedrática de Literatura Española en la Universidad de Granada—. Ese mundo primigenio, rural, de un contacto íntimo con la naturaleza conformará siempre su sustrato”.
En 1905 la familia se trasladó a la aldea de Valderrubio, entonces llamada Asquerosa. Junto a este paisaje, salpicado de choperas, ríos y secaderos de tabaco nacieron los primeros versos, las primeras historias.
Precisamente, el personaje de Bernarda Alba surgió de aquí. De un caserón que aún existe. “Dicen que ahí vivía una señora muy autoritaria con sus hijas —cuenta Andrés Soria, también catedrático de Literatura y experto lorquiano—. Él solía inspirarse en personajes reales, pero lo interesante es el proceso de transformación al que los sometía”.
Allí donde solo había un portón cerrado, él fue capaz de imaginar el drama, la autoridad negra de Bernarda, el triste final de Adela.
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“Granada ama lo diminuto (…) solitaria y pura, se achica, ciñe su alma extraordinaria y no tiene más salida que su alto puesto natural de estrellas”.
A la ciudad morisca de Granada, Lorca llegó para iniciar sus estudios de música y letras. Aquí frecuentó lugares como el Café Alameda (actual restaurante Chikito). Era la sede de la vieja tertulia El Rinconcillo, donde los jóvenes intelectuales se reunían para beber ron y hablar de literatura. Hoy, sentado en ese mismo rincón, un Federico de bronce comparte mesa con el resto de comensales.

Granada impregnó su obra en lo evidente y lo subterráneo. En los aromas de su poesía, en la atmósfera solitaria de Doña Rosita la soltera, en el exotismo del Diván del Tamarit. Su presencia omnipresente ya aparece en la primera obra lorquiana, Impresiones y paisajes, que ahora cumple 100 años.
En este libro de viajes, el entonces primerizo escritor describe las bellezas de una ciudad donde “las casas hieren con su blancura”, recorre los pasillos de la Alhambra y el suntuoso barrio del Albaicín, con sus casas amontonadas, sus calles ondulantes y sus vistas privilegiadas sobre los lomos de Sierra Nevada.
Muy cerca se alza otro de los lugares lorquianos por antonomasia: las cuevas del Sacromonte, hogar de los gitanos. Dicen que aquí se enamoró de esta raza perseguida, que de ellos tomó toda esa simbología que luego quedaría plasmada en el Romancero: el fuego, la luna, la sangre.
“Lorca siempre estuvo comprometido en defender al más débil. Y los más débiles en la España de aquellos momentos eran los gitanos”, relata Curro Albaicín, artista y ferviente seguidor del poeta. Regenta una de las cuevas que aún existen en el Sacromonte, la mayoría convertidas en salas de espectáculo flamenco.
La de Curro está llena de fotografías en blanco y negro de personajes ilustres que visitaron este lugar proscrito: Ingrid Berman, Charlton Heston, Orson Welles. Pero el retrato más inmenso es el de Federico. Cada noche, le pone flores y le recita en alto uno de sus poemas como si fuera una oración.
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Lorca abandonó Granada en 1919. Le esperaban en la Residencia de Estudiantes de Madrid el resto de compañeros de la Generación del 27 para ocupar su sitio en la historia.
Aun así, regresaba a menudo a buscar la paz en la vieja casa de Asquerosa o en la finca familiar de la Huerta de San Vicente. “Creo que mi sitio está entre estos chopos musicales y estos ríos líricos (…) aquí me burlo de mis pasiones que en la torre de la ciudad me acosan como un rebaño de panteras”.
En 1936 volvió por última vez. Acababa de comenzar la Guerra Civil española y el autor de Bodas de Sangre, sospechando el desenlace fatal, se refugió en casa de unos amigos, los hermanos Rosales, en el edificio que hoy ocupa el Hotel Reina Cristina. Allí llegaron a buscarle un 16 de agosto.
Nunca se supo nada más.
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El Parque Federico García Lorca de Alfacar no es muy grande. Un par de senderos rodeados de pinos y una plaza circular en cuyo extremo superior brota el agua de una fuente. Alrededor, las paredes recitan fragmentos del Romancero Gitano, de Poeta en Nueva York.
Pero nada de esto explica por qué estamos aquí. No es lo que se ve, es lo que está oculto. Muchos piensan que en este lugar podría estar enterrado Lorca.
Al principio lo imaginaron al pie de un olivo solitario, pero al abrir la tierra no encontraron nada. La conjetura y la superstición envuelven la historia del poeta desde que su rastro se perdió en el barranco de Viznar, donde se cree que fue fusilado el 18 de agosto de 1936.
Bajo esta ladera escarpada podría haber más de dos mil personas aún sin identificar. Por eso pusieron un monolito donde hoy se recuerda en letras grandes que “Lorca eran todos”.
Alrededor, esparcidas entre los árboles, el observador atento encontrará flores, restos de cintas, pequeñas poesías que hasta aquí traen los peregrinos del poeta. A esta tierra donde, según decía, “las horas son más largas y sabrosas” que en ningún otro lugar.

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